Virgen Madre, hija de tu Hijo,
la más humilde al par que la más alta de todas las criaturas,
término fijo de la voluntad eterna
–
Tu eres la que has ennoblecido
de tal suerte la humana naturaleza,
que su Hacedor no se desdeñó de convertirse en su propia obra.
–
En tu seno se inflamó el amor
cuyo calor ha hecho germinar
esta flor en la paz eterna.
–
Eres aquí para nosotros meridiano Sol de caridad,
y abajo para los mortales
vivo manantial de esperanza.
–
Eres tan grande, Señora, y tanto vales,
que todo el que desea alcanzar alguna gracia y no recurre a ti,
quiere que su deseo vuele sin alas.
–
Tu benignidad no sólo socorre al que te implora,
sino que muchas veces
se anticipa espontáneamente a la súplica.
–
En ti se reúnen la misericordia,
la piedad, la magnificencia
y todo cuanto bueno existe en la criatura.
–
Este, pues, que desde la más profunda laguna
del Universo hasta aquí ha visto una a una
todas las existencias espirituales,
–
te suplica le concedas la gracia de adquirir tal virtud,
que pueda elevarse con los ojos
hasta la salud suprema.
–
Y yo, que nunca he deseado ver más de lo que deseo que él vea,
te dirijo todos mis ruegos
y te suplico que no sean vanos,
–
a fin de que disipes con los tuyos todas las nieblas
procedentes de su condición mortal,
de suerte que pueda contemplar abiertamente el sumo placer.
–
Te ruego, además,
¡oh Reina que puedes cuanto quieres!,
que conserves puros sus afectos después de tanto ver,
–
que tu custodia triunfe de los impulsos de las pasiones humanas:
mira a Beatriz cómo junta sus manos con todos los bienaventurados
para unir sus plegarias a las mías.
¿Lo reconocen? Es el canto 33 del Paraíso, la tercera y última parte de la Divina Comedia, escrita por Dante Alighieri, el más grande de los poetas italianos, nada menos que en el siglo XIV.
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